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Los hijos que no tuvimos

Fue el primer recital al que asistí. Todavía no debía tener ni tres años. En realidad, fue el primero que recuerdo, porque me consta que mis padres, desde que nací, me llevaban a cuestas a todas partes. También a los conciertos protesta con los que se alineaban en la ideología progresista que aquellos años pugnaba por fortalecer la recién estrenada democracia.


George Moustaki era el artista principal. Luis Eduardo Aute cantaba antes que él. Jamás me atrevería a decir "de telonero" a una de las figuras más potentes de la música de nuestro país. Despuntaba "Al alba". A pesar de mi corta edad, aquel día se me grabaron muchas frases de las letras de sus canciones. No las he olvidado. Una me causó especial conmoción: "Los hijos que no tuvimos".


Con frecuencia pienso en ella y en cómo la vida es una irónica partida de cartas. La única que he jugado sin poder hacer trampas. Sí, vuelvo a ese verso muchas veces y pienso en los hijos que no he tenido, algo de todo ello sobrevuela en la novela que pronto publicaré.


No obstante, días atrás, ese fragmento de "Al alba", me vino a la mente con la mención de una obra pictórica. Un retrato del flamenco Van Eyck, en el que representa a un matrimonio, esperando un hijo que nunca existió. Invisible. Presente solo en esa instantánea que el artista capturó en su óleo.


La relación del cuadro con la novela que me trae a redactar estas líneas, no soy quién para explicarla, pero, lo cierto es que, desde que he comenzado este escrito, mi única pretensión era celebrar que este fin de semana se cumplió un año desde que Máximo Huerta fue galardonado con el Premio Fernando Lara por "Adiós, pequeño", un libro que, doce meses después de su publicación, acaba de estrenar una novena edición y sigue más vivo que nunca.


Narra una historia de personajes posibles, paisajes cotidianos y emociones cercanas. En ella, su autor nos regala una bellísima prosa poética para desgranar una trama tan dura como entrañable, entre elipsis y silencios, para acabar con un canto al ahora, al momento, a la vida.


Cada una de las personas que hemos disfrutado de su lectura, nos vemos reflejadas en algún pasaje de ese camino en el que paseamos junto al niño o nos perdemos entre acequias y matorrales con Doña Leo, personaje clave en el devenir de la narración.


A lo largo de estos doce meses, la novela y su autor han recorrido decenas de lugares donde lectoras y lectores esperan con ilusión, esas palabras del escritor. Y ese instante en el que, al dejar escrita la dedicatoria en su ejemplar, se crea una atmósfera de intimidad improvisada -así llama Máximo a esa conexión entre quien escribe y quien lee- donde le confesaban cuánto les había impactado la cercanía de su prosa.


Puerto a puerto, a lo largo de la travesía, se han multiplicado los abrazos. Para la novela, para el hijo, para la madre. Para quien firma esas páginas llenas de recuerdos de los que desea dejar rastro. Más allá del tiempo y el espacio los ha capturado en este álbum de sensaciones, aromas, sabores.


Y, es llamativo, por más distancia que lo alejase del escenario original, allí donde desembarcaba, los pálpitos se repetían, demostrando que "Adiós, pequeño" ya es una obra de cualquier tierra y cualquier época.


Justo en este momento, la niña insolente que todavía guardo dentro levanta la mano para hacer una observación al monólogo: Ella estaba allí. Puede dar fe de que ha sido así, de cada entrega, de cómo unos y otras sentían que había escrito para todas y todos.


Aunque ella sea invisible -como esos hijos de la canción, de la pintura flamenca y de la vida- ha atracado en cada uno de los puertos y, agradecida al autor y al libro, ha sido testigo del afecto desbordado que por uno y otro han demostrado en todos los puntos cardinales.


Enhorabuena. Felicidades. Y gracias.

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