"Tú y yo no hemos sido nada. A todo caso, conocidos, que es lo peor que pueden ser dos personas". Es el comienzo de una de mis novelas. No se trata de la que publicaré en breve. De cualquier forma, en esa premisa me equivocaba en dos cosas: Ni habíamos sido solo conocidos, ni serlo es tan dramático.
Durante mucho tiempo -cuando cumples la cuarta década ya puedes hablar de tu vida en esos términos- creí que tenía muchas amigas y amigos.
Puede parecer curioso que alguien con mi personalidad -soy sincera sin remilgos ni anestesia y, además, algunos opinan que también intensa- tenga a su alrededor una masa social de considerable volumen, pero lo cierto es que suplo gran parte de mis defectos con una virtud, para mí esencial en cualquier relación: Demuestro una lealtad inquebrantable hacia las personas que quiero.
Sí, soy una maleta vieja que ya ha dado demasiados tumbos. Cuando la abres, está llena de taras y, aun así, nunca he conocido a nadie tan fiel a sus seres queridos como yo. Rozo la abnegación.
A propósito de todo ello, poco más de un año atrás, viví un episodio reseñable. Para entenderlo, os pongo en antecedentes. Hace década y media, mi marido sufrió un accidente muy grave. Casi todas esas personas de nuestro alrededor, estuvieron a mi lado, y al suyo, para apoyarnos.
Cuando empezaba a reponerse, me detectaron un cáncer complicado. También contamos con la mayoría de las personas.
Ahora hace tres años, caí enferma de un mal anunciado. Mi cuerpo se detuvo para avisarme de que lo estaba llevando al límite. ¿Por qué una persona inteligente como yo no se daba cuenta de lo que sucedía? Que le pregunten a mi psicóloga lo que que me ha costado responder a ese interrogante.
Estudié en el Instituto Sorolla, igual que mi padre. Tuvimos -con veinte años de diferencia- al mismo profesor de religión. Don Salvador, Salva, una persona extraordinaria. En clase siempre nos repetía: "Reflexionad, ¿queréis vivir para trabajar o trabajar para vivir?"
Ahora lo entiendo todo.
Pues bien, durante esta última enfermedad, acudieron al rescate menos amigos y amigas de lo habitual. Pero, además, conforme pasaba el tiempo y no se observaba una clara mejoría -como se puede ver en las secuelas de un accidente o de un cáncer- esas personas comenzaron a distanciarse.
Me pregunto, ¿era amistad, de verdad? ¿Solo son parte de mi paisaje humano?
No quiero usar la palabra "conocidos" porque me he dado cuenta de que la empleo mal. Quien más te conoce no es a quien solemos tildar de "conocido". Pensadlo.
Y bien, mantengo una relación amable con esas personas, a las que no he dejado de querer ni un ápice, pero, en estos doce meses de mi vida, he aprendido que yo no era en la suya tan importante como eran para mí. Sin tragedias.
Podemos quedar para divertirnos, conversar, acompañarnos, pero, no pierdo de vista que "estoy para todo", en muchas ocasiones es solo una frase hecha. Porque, aunque quiera muchísimo a esas personas, me hicieron ver que no estarían para todo. Que, aunque yo estuviera pendiente de ellas, no lo iban a estar de mí. Que cada una lleva su camino y, en el devenir de los días, si nos cruzamos es fabuloso coincidir. Y pasar un buen rato. Y acudir a un evento, a la celebración de una o la presentación de otra. Así están bien las cosas. Pedirle a alguien una complicidad que debería brotarle de forma espontánea, según para quien, puede resultar incómodo. Y les resultó.
Lo llamativo es que, después de asumir -con intensiva ayuda profesional, durante tres años y los que me quedan- que no tengo destreza en la gestión de mis emociones, he sido, por fin, capaz de racionalizar este asunto. Incluso, por qué no decirlo, les agradezco su sinceridad pues, con ella me han alentado a buscar los auténticos motivos por los que vale la pena -o no- seguir adelante.
Repito, las sigo queriendo mucho, les deseo lo mejor y, aunque ya no estén en mi cotidianeidad, me alegro de coincidir de forma eventual y si me necesitasen, tendrían mi ayuda.
En la actualidad, mi círculo incondicional está formado por unas elegidas personas. Ellas y ellos siempre han estado o están ahora que es cuando los necesito. Saben que, en esta ocasión, la enfermedad ha llegado para quedarse y, no obstante, siguen aquí. Día a día. Son bastantes. Y su constancia es mi sustento. Me llegan flores cada semana, mensajes todos los días, propuestas de ser acompañante en viajes, invitaciones a formar parte de sus proyectos, incentivos para que desarrolle los míos propios.
Todavía os lloro, pero me habéis hecho más fuerte. Gracias a quienes están y a quienes no.
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